Si existe un luchador paradigmático contra las sobrecargas tributarias de la economía mundial, ese es nadie menos que Gerard Depardieu. El reputado actor francés, alguna vez ganador del Globo de Oro, decidió renunciar a su nacionalidad en 2013 en protesta por los elevados impuestos a las sobreganancias personales que debía pagar en su país natal y se mudó a la República de Mordovia, una de las 21 que conforman la Federación de Rusia. Estableció desde entonces su residencia en la capital de ella, Saransk, en virtud de lo cual el presidente Vladimir Putin resolvió concederle la ciudadanía rusa.
Desde este 16 de junio de 2018, Depardieu bien podría compartir, al menos de corazón, la nacionalidad adoptiva con casi 40 mil aficionados que, como él, llegaron desde lejos a las orillas de la cuenca del Volga. Específicamente, allí donde confluye el río Insar, el que baña el borde del Arena Mordovia, el estadio de fachada naranja estridente que se metió en la historia del fútbol de un país llamado Perú que sobre su césped, y llevando sobre su pecho los colores blanco y rojo —aquellos con quienes están 33 millones de amores—, marcó su regreso a las Copas del Mundo ante un marco que impresionó a Saransk y al planeta.
Pocas veces en la historia de la Copa del Mundo se ha visto una movilización como la que el equipo de Ricardo Gareca convocó a 13,147 kilómetros de su hogar. Pero eso, primera condición sine qua non de las grandes lides futbolísticas, importa poco o nada en este nivel: el público no juega cuando en el campo hay futbolistas y equipos de jerarquía. Y por eso Dinamarca, ese equipo con seis titulares que jugaron la última edición de la Champions League, tuvo el oficio necesario para imponerse a un rival con el que coincidía en llegar al debut mundialista con un invicto de quince partidos en la mochila, pero que lucía la diferencia de haber tenido un solo futbolista de su oncena inicial en el máximo certamen de clubes del planeta —Renato Tapia, tan suplente en el Feyenoord como vital en la selección peruana—.